miércoles, 9 de noviembre de 2011

FILOSOFIA Y CIENCIA: UNA AMBIGUA RELACIÓN

FILOSOFIA Y CIENCIA: UNA AMBIGUA RELACIÓN


El origen de la ciencia se remonta al hallazgo del método científico, aquella garantía procedimental para el investigador de acceder a conocimientos universales y necesarios. Pero ese hallazgo supuso también la separación hasta ahora irreversible entre las dos formas más conspicuas cómo el hombre hizo del cosmos un asunto del pensamiento, me refiero a la filosofía y la ciencia (moderna).

En sus orígenes la ciencia y la filosofía constituían una unidad difícil de precisar cuáles eran sus límites y alcances. En realidad, desde la antigua Grecia y hasta el final del Renacimiento, la Filosofía abarcaba todo el saber y todo el contenido de lo que hoy llamamos ciencia.

La filosofía se inquietaba por pensar el ser de las cosas y el de la propia totalidad, a la que los antiguos filósofos jonios llamaron, physis. Dicha physis se presentaba al ser humano es su inaudita complejidad, belleza y armonía. Como si un orden describiese el decurso de las cosas. Un orden que lo sentidos no atinaban a dar cuenta, por el contrario, la negaban, pues frente a la percepción sensible el cosmos, ese mundo ordenado, se mostraba terriblemente confuso, caótico, un mar embravecido movido por impulsos súbitos, descontrolados y desarmónicos. Si Pitágoras pensaba que el movimiento del Cosmos, desplegaba una música suprema para el oído cultivado en la racionalidad matemática, en cambio, para el investigador apegado a los sentidos, sólo habría un oír desagradable, la cacofonía como resultado de ese movimiento aparentemente errático de las cosas naturales. Desde entonces la experiencia se fue relegando como eficaz forma de conocer las cosas, su desconfianza aumento con su proclividad a la confusión y al error. La esencia de las cosas, el arché de los filósofos presocráticos, no era accesible a la experiencia. Como tampoco lo era el por qué, la razón o causa explicativa que subyace a los hechos observados.

La filosofía nació con la pretensión desmesurada de conocer el orden, la necesidad, la armonía de la totalidad de cosas.

Por su parte, la ciencia que surgió entre los S. XVI y S. XVII de nuestra era, se alejó de la filosofía, en el abordaje que ella hacía de las cosas de la mano de la razón pero de espaldas a la experiencia. Por ejemplo, las ciencias naturales, las primeras de las ciencias modernas en desarrollarse con mayor éxito, basaron su pretensión de construir un sistema de conocimientos rigurosos y verificados, a apelando a la experiencia, o más precisamente, a la observación directa. Y en ese paso, la filosofía era una mala acompañante de la ciencia, ésta acabó reduciendo a la filosofía en colaboradora del proceder metodológico de la ciencia. A la filosofía, otra vez, se la pretendió encasillar como “sierva”, pero esta vez no de la religión, como en la Edad Media, sino de la vigorosa y naciente ciencia moderna, moderna por el método de investigación que se empezó aplicar con inusitado éxito.

De ahí que las dos principales corrientes filosóficas sobre el conocimiento, desde los inicios de la Modernidad, se enfrentaron en apasionado debate: el racionalismo, que se fundó en los aspectos lógico-racionales del conocimiento, y el empirismo, que afirmó la validez indiscutible de la experiencia con respecto a la producción del conocimiento científico. La virtud del racionalismo es su capacidad de interpretar los fenómenos en una visión de conjunto que da paso al enunciado de una teoría. Lo universal resaltaba por encima de lo particular, del caso concreto. El empirismo, en cambio, aseguraba un análisis mayor, aplicando la observación, la experimentación, la fidelidad a los hechos observados, ganando una mayor comprensión del caso concreto, aunque una menor extensión en el estudio de dicha realidad.

En la historia de la filosofía occidental el emirismo estuvo defendido ejemplarme por el pensador escocés David Hume. En cambio, el racionalismo tuvo en Descartes a su tenaz difusor. El intento de reconciliar estos dos opuestos, empirismo y racionalismo, representó el esforzado intento de la filosofía kantiana, con su propuesta denominada, el criticismo.

En cualquier caso, el papel de la filosofía se debatió entre acompañar a la ciencia, como la que ayuda a reflexionar, razonar, sobre el quehacer científico, una vez que ésta ya obtuvo sus hallazgos mediante la observación;  o como la que guía, más bien, a los hombres de ciencia, con su lógica y racionalidad, solo confirmada o corroborada por los hechos, en un momento posterior.


Catedrático: CARLOS CASTILLO RAFAEL


Por: CARLOS CASTILLO RAFAEL

lunes, 7 de noviembre de 2011

LOS SOFISTAS Y EL LENGUAJE DE LOS MEDIOS

TÍTULO :   LOS SOFISTAS Y EL LENGUAJE DE LOS MEDIOS

AUTOR  :  CARLOS CASTILLO RAFAEL



El que tiene el poder de la palabra tiene el poder de dominar a los demás. Hitler se valió de la potencia de su retórica con buenos resultados para sus fines maquiavélicos. Algunos de nuestros políticos, sin ser epígonos del jerarca nazi, confían más en la capacidad de seducción de su discurso, antes que en la verdad del mismo, para asegurar el éxito de su prédica populista.

Buena parte de los actores políticos explotan abiertamente los beneficios generados por el empleo de la retórica o la simple perorata demagógica. Pero ellos no son los únicos. El poder de la palabra es usufructuado también por otros actores sociales, con no menor éxito. Un éxito asolapado.

Se trata de aquellos dueños o propietarios de las tribunas y espacios desde donde se manipula, con frecuencia, la conciencia de la opinión pública. Son los invisibles jerarcas que, tras la sonrisa fácil y el rostro amable de algún periodista anodino, dejan sentir esa voz forjadora de auténticas corrientes de opinión.

VIEJOS Y NUEVOS SOFISTAS


En su memorable “Elogio a Helena” el sofista Gorgias (S.IV a.C.) sostenía que la palabra es “un poderoso soberano que, con un cuerpo pequeñísimo y completamente invisible, lleva a cabo obras sumamente divinas”.

El manejo estratégico de la palabra turba el juicio del oyente con medias verdades. Lo hace adicto a la forma del mensaje  más que a su contenido. El uso sofístico del lenguaje, a través de la retórica o de los medios de comunicación, es capaz de acabar con el miedo, desterrar la aflicción, producir la alegría o intensificar la pasión. Los artesanos de esta palabra impactante, llámense sofistas o periodistas sin alma, tienen el poder de cambiar las opiniones de la gente, como quien cambia de canal cuando padece el espectáculo de la televisión.

La diferencia sólo consiste en que los sofistas de la antigua Grecia confiaban, para su manejo de la opinión pública, en el arte de persuadir y convencer posibilitado por la perfección del discurso. Aquí la verdad quedaba sepultada bajo la bella forma del mensaje. Belleza que sólo encubría la inconsistencia de lo expresado.

En cambio, los neo sofistas contemporáneos ya no se sirven de la técnica de la retórica para sus fines mefistofélicos. Ese poder persuasivo es reemplazado por uno más burdo como es la mera posesión y disposición de los medios de comunicación de masas. Se trata del poder para manejar abusiva e irresponsablemente los medios en los cuales circula el lenguaje que alimenta la opinión de todos nosotros. Una opinión, sin duda, malformada por algunos de estos medios que en lugar de educar envilecen la conciencia del oyente, lector o televidente.

Ha cambiado, pues,  la estrategia de manipulación pero no el deseo de dominar al pueblo. Un pueblo al que ya no se le puede calificar de informado por los medios, sino, de (mal)formado según los oscuros intereses de éstos. Hemos pasado de la cultura mediática, basada en el lenguaje de los medios, a una cultura de dominación de los medios sobre el lenguaje público. Los medios de comunicación se especializan, libre de todo escrúpulo, en monopolizar la verdad, lo correcto y lo justo. O lo que debiera entenderse por ellos: una ridícula caricatura.

LA AGONÍA DE LA PRENSA
Los diversos medios de comunicación tienen lo que se llama una línea periodística. Esta rara vez se identifica con una apreciación solvente, objetiva e imparcial de los hechos sociales que forman parte del juego de la política. Más de las veces, la línea periodística es otra postura política o, lo que es peor, una estrategia al servicio del poder y el lucro, disfrazada tras estereotipos de prensa libre o defensora de una verdad que agoniza.

En efecto, la verdad pùblica agoniza en la prensa genuflexa ante el poder de turno. La opinión pública escasamente percibe èsta agonía detrás de los canales de televisión, de los periódicos o de la radio. Más aun, se diría que el propio pueblo es un cómplice involuntario de esta muerte de la verdad y la moral pública, tal como ocurrió con el pueblo de Atenas frente a la injusta muerte de Sócrates. ¿No es el pueblo que, seducido por el lenguaje de los medios, defiende a sus propios enemigos, que son estos mismos medios?

La sociedad civil debe ser capaz de defenderse frente a éste poder deshonesto e intocable en el que se ha convertido cierta parte dela prensa, escrita, radial o televisiva. Ella mata a la virtud de la verdad, sobre los asuntos públicos, cuando predica la objetividad luego de haber hecho de esa virtud una mercancía más ofertada al mejor postor. Cuando deja de ser independiente, heredera únicamente de los valores ciudadanos, para convertirse en el bufón del poder político y/o económico. Y cuando toma el nombre del pueblo para encubrir su anónima enfermedad espiritual: la ambición de poder sin freno.