FLORA TRISTAN Y LAS TRAMPAS DEL AMOR
Por: CARLOS CASTILLO RAFAEL (Filósofo y Profesor Universitario)
Una de las peores consecuencias de la discriminación de género es que penaliza la actitud reivindicatoria. Distrae y disuade la reflexión crítica capaz de contrarrestar al discurso oficial de opresión. Por otro lado, y tras un largo proceso de formación y disciplinamiento, las mujeres aprendieron no hacer público “sus dolores y sus necesidades” (*). Su condición de género discriminado quedó invisibilizado. Reducido y banalizado a un problema casero de pareja, que no ameritaba la atención o intromisión de la sociedad y, mucho menos, la del propio Estado. La manera de valorar la indisolubilidad del matrimonio, era una prueba de ello.
Con relación a las mujeres el matrimonio, según Flora Tristán, era la puerta de entrada para su estado de servidumbre. Para el varón, en cambio, era el acceso a su dominio práctico y diario sobre el otro sexo. El amor se reducía a una trampa. La sutil estrategia de dominación, socialmente admitida, de un género por otro.
La mujer al entregarse sexualmente al varón en aras del amor que le profesa, inauguraba una relación de dominación que recreaba una vida doméstica anodina, coronada con el cumplimiento y exaltación de la función reproductora del ama de casa. El matrimonio consagraba ese sentimiento y, a la vez, legitimaba la opresión masculina desencadenada por el acto de amor. La crítica de Flora se dirige, entonces, contra la impunidad y la sacralidad de esa institución. Frente a ella reivindica la posibilidad del divorcio.
No obstante, Flora sabía muy bien que el matrimonio no era sino el síntoma, el mal era la forma conservadora, represora y sexista en que se entendía el amor. “Las necesidades de la vida ocupan por igual a uno y otro sexo. Pero el amor no los afecta a cambios en el mismo grado. En la infancia de las sociedades el cuidado de su defensa absorbe la atención del hombre. En una época más avanzada de la civilización, el de hacer fortuna. Pero en todas las fases sociales el amor es para la mujer la pasión central de todos sus pensamientos”.
La cultura había aleccionado de generación tras generación que la mujer debía entregarse íntegramente al hombre convertido en su marido. Una entrega sumisa de la que en ningún momento, por ninguna circunstancia, ella podía renunciar ya que, en nombre del amor, había aceptado vincularse (o encadenarse) a quien tomaría en adelante el control de su vida. Por ejemplo, tenía el monopolio sexual de su consorte.
No obstante, la relación matrimonial en la que culminaba (real o aparentemente) el lazo sentimental, que unía a un varón con una mujer, representaba sólo la consecuencia visible de la subordinación de uno de los géneros. La causa oculta y decisiva era la forma como se la manipulaba a la mujer hablándole (con) del amor, precisamente lo contrario de lo que significaba esa subordinación. Flora lo afirma con contundencia “Esta sociedad organizada para el dolor, en la cual el amor es un instrumento de tortura, no tenía par mí ningún atractivo. Sus placeres no me daban ninguna ilusión, veía el vacío y la realidad de la ventura que a ella se había sacrificado”.
Cuando el amor frustra y el sexo encadena
La fuerte influencia y formación de la cultura y la sociedad le dio un nombre a la debilidad de la mujer. Su debilidad es amar como lo hace. Por su naturaleza este amor es un acontecimiento íntimo, privado, sólo conocido por la pareja. Más si la pareja se aprovecha de esa pasión, acrecentándola para hacer más dependiente de si a la mujer, el ámbito privado se convierte en la jaula de hierro de la cual la mujer no puede escapar a pesar que ella misma contribuyó a construirla. A ello se agrega que la sociedad, con sus costumbres y creencias conservadoras, prescribe la pertinencia y la obligación de ese encierro. Por otra parte, el carácter privado de esta reclusión en la que se desdibuja el matrimonio, lo vuelve desconocido y difícil de ser condenado por la opinión pública.
Flora vivió en carne propia este padecimiento del amor. Cuenta que “mi madre me obligó a casarme con un hombre a quien no podía amar ni estimar”. Ella logró separarse a los veinte años de esa relación-prisión. Separación que le causo un sin número de penalidades por haber subvertido las reglas morales establecidas por el hombre y por Dios.
Desde entonces en el Perú, aunque no solamente en él, la pregunta formulada por Liuba Kogan es incomoda y oportuna ¿Porqué el amor frustra y el sexo encadena?. En el Perú del siglo XIX, y me temo que aun todavía, el amor romántico, alentado desde el pulpito y convenido por las reglas sociales, era fuente de profunda desigualdad. Un amor definido en términos heterosexuales, que no supone necesariamente la igualdad de los amantes, donde no hay equilibrio de poder y en lugar de co-dependencia hay, más bien, una dependencia más que sexual (sentimental, económica, social, incluso, moral y religiosa) de la mujer respecto al varón.
El amor romántico toma su distancia del sexo. Este para ser moralmente sano debe ser conquistado por el matrimonio. Si el amor se consagra con el matrimonio, el sexo se sublima con el contrato civil y, sobretodo, el oficio religioso, dejando de ser puro instinto. En realidad, el matrimonio es el espacio donde se cría la doble moral de cualquier sociedad conservadora: Por un lado, el casto amor que vincula a dos personas de distinto sexo para disfrutar de el, por otro lado, la atracción sexual que consuma el lazo marital y asegura la dependencia de un género sobre otro.
Desde este punto de vista, para las mujeres como Flora el amor es una trampa y toda reflexión que no parta de este supuesto, lo avala.
(*) Todas las citas fueron tomadas de Peregrinaciones de una Paria. Lima, Ed. Cultura Antártica, 1946.