lunes, 7 de marzo de 2011

LA LIBERTAD DEL INTELECTUAL

LA LIBERTAD DEL INTELECTUAL

Por: CARLOS CASTILLO RAFAEL

El deseo de saber, que por naturaleza tienen todos los hombres,
se manifiesta desde el amor a los sentidos hasta  la constitución
del conocimiento. A diferencia de la técnica, la sabiduría, que es
 conocimiento en el sentido más elevado, no tiene limitado su campo
de interés por ningún fin práctico al cual subordinarse. Su fin
está determinado por el mismo conocimiento que logra”.
(Aristóteles)

En el celebre pasaje de la República de Platón, titulada la “Alegoría de la caverna” se nos cuenta la historia de hombres encadenados desde nacimiento a un estado de cosas que los hunden en una despiadada ignorancia. Ignorancia de la que no sólo es cómplice ese entorno, u orden establecido, sino que, además, encuentra en el propio grupo humano que vive y usufructúa de ese orden a sus principales legitimadores, gente complacida y domesticada con la simplicidad de la inopia.

Pero uno de esos encadenados al oscurantismo y a la barbarie se libera de esa condición. Queda libre, tal vez, gracias a su indomable insatisfacción, a su capacidad de sorprenderse de las cosas, de dejarse interpelar por ellas, de enfrentarlas con la misma resolución que lo haría Dios ante el acertijo que representa una flor, es decir, conociéndola desde todos los puntos de vista posibles, sin dejar nada en absoluto al margen del juicio de la razón, de la actitud crítica y vigilante  por la cual el menor tema se hace algo digno de ser pensado en serio, de ser planteado como cuestión fundamental. Pensar en serio no por pasatiempo aburguesado ni oficio condescendiente con el status o el honor, sino, y ante todo, por una necesidad vital. Y es que el liberado no concibe otra  vida que no sea la entregada a los asuntos del conocimiento, a la investigación que desinstala viejas dudas e instala otras en el fondo de la conciencia, amando cualquier variante de la cultura en general, y, especialmente, las infaltables preguntas arraigadas en el medio por donde se transita de forma desesperada, esto es, la realidad social, en la que se incrusta la vida de cualquiera y desde donde ella urge pensarla por uno mismo, poniéndose en juego en cada uno de esos pensamientos, por muy graves o precarios que estos sean. Y un intelectual, como ese liberado de la caverna, lo es por el mismo mecanismo que lo hace vivir como vive, por necesidad natural, por un afán espontáneo de saber sobre las cosas que lo rodean y sobre sí mismo, porque solo así, y tal es la sospecha, será capaz de ser alguien, nada más y nada menos que un ser humano, alguien que tiene razón y se deja llevar por ella.

La primera característica del intelectual es, pues, su libertad. Él es siempre libre de todo aquello que desaliente el ejercicio de su razón o limite su afición desmesurada a pensar, dándole gravedad a las cosas. El intelectual sólo tiene por bandera de combate sus ideas. Su convicción o afán de verdad, no está encapsulada en una creencia o en algún dogma, religioso o de clase. Su libertad de pensamiento lo torna un iconoclasta fervoroso. Seguramente, también, un paria a los ojos de quienes viven etiquetando credos y personas, aplicando, entre otros, la manida dualidad derecha e izquierda. El intelectual tiene muy desarrollado el arte de la provocación. Ya sea mediante la creación o la crítica el artista, el científico, el escritor, estimulan el pensamiento y la sensibilidad, entumecidos por una ciudadanía en un reino de sombras donde lo más grave, como diría Heidegger, es que no se piensa. Y si bien es cierto que el intelectual puede tener credos o posiciones políticas estos no son una extensión de su actividad intelectual, al modo de una consecuencia en una relación causa-efecto. Más bien, es la propia actividad intelectual en su expresión más aguda y apasionada, más auténtica y rigurosa, es lo que intentaba sugerir con la expresión “ponerse en juego en cada uno de los pensamientos”. El intelectual nunca coloca, por ejemplo, la política al servicio de su quehacer, y mucho menos su quehacer al servicio de la política. Si el intelectual tiene interés por la política y se ocupa de ella, ese gesto no nace del compromiso con una utopía o de un disciplinamiento doctrinal. La convicción del intelectual, entregado al asunto de todos, lo político, responde a que él es en cualquier caso la conciencia crítica de su tiempo y de la sociedad en la que vive.

El liberado de la caverna, volviendo a la alegoría de Platón, luego de conocer la verdad extramuros, lo qué es más allá de la apariencia, no se solaza con ese triunfo, ni infiere de ese conocimiento una beatitud privada, tan reconocible en no pocos escritores o pensadores que, atormentados por su mediocridad, redibujan su existencia bajo una aureola de magisterio tolerante con una corte de pupilos crónicos. El liberado reingresa a la caverna porque su libertad de la ignorancia no es un fin en si mismo sino una propedéutica para su libertad más grave y responsable, en función de lo que está llamado ha hacer con ella. El liberado de su falsa conciencia es libre para, reingresando a la caverna, estimular a otros a la aventura del pensamiento y a una libertad sin medida. Platón no dice que el liberado quiebre las cadenas de sus oprimidos compañeros de grupo y los fuerce, bajo una consigna, a tomar una verdad por la que ellos ni siquiera preguntaron. Imponer verdades, tanto como sembrar falacias, es una deleznable tiranía con la que no se puede pactar. Al liberado solo le resta exponer sus hallazgos intelectuales, darlos a conocer, explicarlos con poderosa lógica, en fin, persuadir con un rosario de argumentos sobre la valía de las preguntas que lo ensimismaron en una soledad y un ocio fecundo, más que las respuestas que ellas concitaron. Le queda, por último, enseñar el camino de la reflexión sin concesión, dando testimonio de ese tránsito en virtud de su innegociable coherencia entre lo que dice y hace y sus translúcidas ideas. En efecto, el intelectual no regala pensamientos, enseña a pensar, incita a que cada quien se apropie de sus propias preguntas y, quizás, de sus preliminares respuestas. Eso es lo que hace el intelectual por los otros, es libre para enseñar a pensar. Parafraseando a Octavio Paz diríamos que el intelectual “no salva al mundo; al menos lo hace visible: lo representa o, mejor dicho, lo presenta". Tal es también la enseña que Platón nos hereda con su alegoría.

Creo que presentar de esta manera al intelectual, como apropiado de dos tipos de libertades: la libertad de la sin razón y la libertad para provocar la pasión por el saber, evita caer en lo que se ha llamado “el malestar de los intelectuales”. Me refiero a las interrogantes en torno a su compromiso social, específicamente, su lugar y su papel en los procesos políticos. El error está en considerar de manera reduccionista que la actividad intelectual es sólo el camino de salida de la caverna, o sea, el acceso a la mayoría de edad de la razón, de la que hablaba Kant. Una suerte de lucidez que lo aleja de los demás, de los otros, tras la distancia de un escritorio o de un mundo de ideas en la que acaba siendo un apátrida. Lo cual condena al intelectual a la imagen de un parásito privilegiado que comprende verdades que no inquietan ni entusiasman a nadie más. Ya Aristófanes, en su texto Las Nubes, nos dio la pauta de ese intelectual de salón cuando describe mordazmente a Sócrates en su caviladero privado. Sin embargo, de lo que se trata con la actividad intelectual, por la que comprendemos verdades fundamentales, es saber hacer algo con sus hallazgos y sus búsquedas siempre inconclusas. Y ese hacer ya involucra una referencia obligada a los otros. La intencionalidad del conocimiento más que tener un fin práctico, está en orden al hombre como genero, no como individuo. En orden a su liberación en sus múltiples sentidos, por ejemplo liberarlo de la opresión del hombre contra el hombre. El ejercicio de la razón exige, pues, no por una aspiración moral o lineamiento programático, regresar a la caverna, dar cuenta de la realidad social en la que se instala la ignorancia y la mayoría de males, criados a su amparo.

José Ortega y Gasset afirmaba: “las ideas se tienen; en las creencias se está”. La vida de cualquiera se emplaza no en el mundo sino en la interpretación predominante que de el ha hecho el marketing o el consumismo, por ejemplo. La realidad que nos es familiar está configurada por muchas creencias a las que no se arriva por un ejercicio deliberado de la razón, ni mucho menos. Esas medias verdades, a las que les falta la asistencia de razones y argumentos para ser plenas, circulan inopidamente, tejiéndose como una urdimbre tupida, cada vez más dura e irresistible, amplia e inmensurable, cuando se renuncia a pensarlas,  a discutirlas, enjuiciando su valía y pertinencia, desempolvando las verdades radicales sobre la que se alza como el simulacro de una verdad indiscutible, como si fuera la realidad usual con la cual simplemente se tropieza, advirtiendo su férrea permanencia, su siempre estar allí, aceptada y celebrada, incluso enseñada con esmero por cualquier agente socializador. Acaso, a esto se deba que cuando al fin nos ocupamos en pensarla la realidad se muestra desalentadoramente problemática. Las cosas habituales, que reseñan nuestra vida, nuestro mundo de vida, al pensarlas se las coge de un modo distinto de cuando simplemente se cuenta con ellas para hacer los planes y proyectos personales. Coger las cosas con el pensamiento es removerlas del continente de creencias que han redefinido esas cosas y la manera de tratarlas. Remoción que no puede evitar provocar un terremoto en el sentido común, disciplinado bajo un sinnúmero de creencias, y de entre ellas la más corrosiva: creer que tenemos la idea de una vida que nos pasa cuando tan sólo «vivimos, nos movemos y somos». Pensar por uno mismo es penetrar muy hondo, hasta el estrato de las creencias indecibles que sostienen la manera de ver al mundo y la captación de uno. Atreverse a pensar es, en rigor, inventariar las creencias sobre las que la vida acontece despreocupadamente, esclareciendo, como lo acota Ortega y Gasset, siguiendo una intuición nietzscheana, la vida desde su subsuelo.

Y aun cuando es cierto, recordando a Bertrand Russell, que no hay tiempo para demostrar racionalmente todas las creencias por las que nuestra conducta se regula, si, por lo menos, es posible desmantelar la actitud del hombre corriente que acepta, por autoridad, las creencias que se difunden no sobre saberes directamente, sino, sobre la forma en que la vida tiene que ser vivida. Un mundo de creencias, donde se acuña e intercambia como moneda corriente libretos sobre la manera de vivir, sentir, desear e, incluso, pensar, es refractario a cualquier variante de emancipación humana. He aquí uno de los sustratos más añejos desde donde brota la execrable dominación del hombre sobre el hombre.

Es comprensible entonces que el intelectual se afane por mudar sus creencias en ideas y por escapar de una apariencia de mundo y habérselas con el mundo tal como aparece. Afán que es una revuelta contra todo aquello que disfrace la realidad tras una creencia, de complacencia o dominio, o que convierta al hombre en la versión oficial de una creencia que lo explica y manipula,  como lo hace la lógica del negocio, enseñoreada sobre el valor de la cultura y la inteligencia. Bajo ese auspicio mercantil las mayores creencias subyugan la vida de los hombres, impidiéndoles ser libres para la verdad, porque la verdad también ha sido desdibujada en otra mercancía por las leyes del mercado. El intelectual, liberado por la verdad y, por ello mismo, dispuesto permanentemente hacia ella, no puede dejar de ser un crítico del statuo quo, hontanar de creencias y condicionamientos sociales, que reducen al hombre a la parodia de un espectador de sombras.

Desde este punto de vista, al intelectual se le pide poco cuando se le insta a transformar el mundo. Primero habría que probarle que el mundo está allí, en la forma de las representaciones corrientes que casi siempre son las parteras de las injusticias contra el hombre. La labor crítica de la intelectualidad es condición imprescindible para el desarrollo de cualquier transformación social. La que comienza enrostrando su ignorancia al sujeto de dicha transformación, la clase obrera, el pueblo, que ha creado una cultura “popular” que, tanto como la cultura “oficial” o “alta cultura”, a la postre sólo hace decorar con flores las cadenas, la cruda ignorancia. Si la cultura no nace de la inteligencia ni la corona ejercitándola, entonces es una sombra más. Otra mercancía que se la usa y se la echa de menos como instrumento de opresión.

Aunque, sin duda, constantemente habrá la sospecha del trasfondo ideológico desde donde el intelectual nos convoca a la libertad de y a la libertad para. Sospecha alimentada por el hecho recurrente de que los más encadenados por los males de su analfabetismo, la clase obrera, no produce fácilmente sus propios intelectuales. Incluso, de surgir uno de entre los empobrecidos de la tierra acaba, por su mismo quehacer, ser diferente a aquellos, desde una perspectiva socioeconómica, al punto de correr el riesgo de ser considerado un mesodemos, un enemigo del pueblo. En este sentido, no resulta inverosímil el que Platón muestre a su liberado, luego de reingresar a la caverna, siendo asesinado por sus compañeros de clase, de barbarie.

Pero la clase obrera, como esos encadenados de la alegoría, necesitan de los intelectuales, porque sin ellos no hay liberación, ni movimiento obrero, ni revolución. Marx, propulsor de la revolución comunista, no ha sido otra cosa que intelectual, alguien que enseñó como plantearnos de manera radical la cuestión social. Y el intelectual, antes que ser conservador o revolucionario, es un crítico implacable de cualquier ideología, empezando por la que subyace a sus ideas. Cuando se pregunta por el compromiso de los intelectuales, se reduce a pensar sus funciones y papel al interior del movimiento comunista. Lo cual ya es un sesgo, cosificante, pues se le interpreta en razón de un tipo de labor, (distinta a su actitud de vivir desde los problemas), de su relación de propiedad con los medios de producción, (en vez de resaltar su relación con las cuestiones que reclaman esclarecimiento, las que en definitiva le son necesarias para vivir), y se le termina por encasillar dentro de un sector social que oscila entre la burguesía y la clase obrera.

Esa es también la apreciación instrumentalizada de Gramsci acerca del intelectual. El intelectual orgánico sería aquel que subordina, por una disciplina debida, su pensar y su acción a la observancia de ciertos lineamientos programáticos e ideológicos de clase y partido. A todas luces una organicidad de ese cuño es un atentado contra el primer sentido de libertad del intelectual. El intelectual no es un propagandista ni un organizador social, es un crítico tanto de uno como de otro. No es que carezca de ideología, la tiene, como la tiene el político, pero hace de ella ante todo un asunto del pensamiento y no un programa de acción. Mientras el ideólogo fascina por su capacidad de movilizar conciencias tras la bandera de la emancipación, el intelectual, por su parte, obliga a una especie de autoconciencia, a ponernos en claro sobre algo apremiante a cualquier praxis emancipatoria: de qué (o quien) ser libres y para qué.

De la misma forma el quehacer del intelectual está lejos de la curiosidad del hombre culto, fascinado por una visión coherente del mundo en medio de sus particularidades. Mientras que a uno el mundo le da que pensar, para el otro el mundo se ha reducido a un pensamiento que hay que encuadernar, que hay que tornarlo enciclopédico. El intelectual no se define por su erudición o sus publicaciones de dudosa calidad, lo hace por su innegable capacidad de repensar las ideas circulantes. Vivir o, mejor dicho, pensar ajeno a la realidad social hace del intelectual un burócrata del saber. Alguien que, por la propia característica de su trabajo, es un perito de creencias, un portador sofisticado de vicios e inclinaciones pequeñoburgueses. El oficio de pensar comienza con una inflexión, un darse cuenta de las raíces, de la condición material o existencial desde donde uno se pone a pensar. Y sólo desde esa reflexión, pensando la vida y los asuntos humanos bajo el horizonte de la temporalidad y de la historia, la sentencia sartreana cobra su pleno sentido: la acción pone el pensamiento al descubierto.  El intelectual no es un desclasado, no está por encima o fuera de la realidad material, la cual, más bien, es uno de sus horizontes de reflexión. Un problema al que va recto a él, planteándolo como cuestión vital. Pensar no es opuesto a la acción, es necesariamente práctica, siempre. Porque el nivel al cual se plantea ésta reflexión implica que el hombre al empezar a conocerse, va a rebasar esa autoconciencia y a plantearse una empresa. Una empresa emancipatoria. El intelectual puede tener ideas, hasta prejuicios y estereotipos que lo caracterizan como perteneciente a una clase, a una época, pero, aun cuando todo ello lo condiciona las tareas de su pensamiento acaban por rebasarlo, por llevarlo más allá de la clase, de cara ante un mundo desencantado de creencias,  un mundo al fin liberado de las clases sociales.

El problema del intelectual contemporáneo es, en consecuencia, el mismo que enfrentó el liberado en esa vieja alegoría, regresar o no a la caverna, lo cual supone antes haber salido de ella. La paz fundada en la justicia social tal vez sea el ideal más importante desde siempre, pero ella nada significa sino se ha puesto a prueba la contundencia racional de la forma de hacerlo, sin dar la espalda a todo lo humano, ni tratando de salvar el cuerpo a cambio de perder el alma, bajo la tiranía de verdades precarias, creencias oficializadas, que impiden cualquier cultivo del espíritu. La ausencia de una auténtica vida intelectual es tan lamentable como la masificación de hombres prácticos que han asumidos fines en sus vidas, sin haber pensado en el valor que las sustenta. Quizás el intelectual es inactual en sus respuestas, por su libertad para plantearnos indicios para nuevas búsquedas. Pero, por lo mismo, se halla siempre a la vanguardia, porque sus preguntas nos libran de nuestra complacencia con el orden establecido.

Un intelectual, que no se emancipa ni concita a otros a esa emancipación, es como un escritor de best seller, un artista mediático, un maestro de escuela, un político profesional, un tecnócrata, que participa en la labor de producción, reproducción y difusión de valores, modos de vida, actividades, principios, en suma, de credos que hacen de nuestro mundo una caverna. Confiable, ordenada, al alcance de la mano, pero caverna al fin y al cabo. Porque la mejor manera de hacer del intelectual una sombra de sí mismo es asimilándolo al sistema, convirtiéndolo en una pieza más del engranaje social que reproduce las injusticias, reduciéndolo a rol de encargado del funcionamiento del aparato hegemónico a nivel de las ideas o del discurso que justifica el poder de unos sobre otros. En realidad, cualquiera que produzca formas de conocimiento y juegue un papel decisivo en la propagación de información al servicio de la tarea de disciplinar el cuerpo y la mente, siguiendo el dictado de los poderes existentes (dinero, partido político, gavilla de corruptos, fundamentalismo religioso, tiranía del mercado, etc.), es simplemente un anti-intelectual. Lo mismo ocurre con aquél que pretende subvertir el establishment con las armas, imponiendo un fanatismo por otro.

La inteligencia no es una mercancía condenada a satisfacer necesidades o a crear necesidades. El quehacer que la realiza tampoco es un juego de palabras o la frívola práctica de intelectualizar un problema. Parafraseando a Wittgenstein podemos concluir que el Intelectual trata una pregunta, un problema, como una enfermedad. La enfermedad de la ignorancia inaceptable, a la cual nos resistimos, que sentimos como algo intolerable, porque deshumaniza al ser humano, lo niega sin concesión.

Me atrevería a decir que el desarraigo de la inteligencia actual, y en particular del intelectual, no es sino un aspecto del desarraigo del hombre. Una nueva conjura contra su dignidad. El intelectual, contra las burdas sospechas predominantes, no es un teórico alejado de la realidad, de lo no verdadero. Es de manera sobria el signo de la historia humana. Alguien que sobrevive bajo el peso de preguntas, de problemas, de cuestiones respecto a las cuales necesita saber a qué atenerse.