jueves, 20 de enero de 2011

LA POLÍTICA Y LA FICCIÓN

Entre la política y la literatura pareciera interponerse un abismo insalvable debido al modo como la vida se nos insinúa en cada caso: en su precaria realidad o en su estimulante ficción. Pero ¿se puede distinguir con claridad las fronteras, esos límites que separa y, ante todo, junta a la realidad y a la ficción? A veces –como diría Bretón- vivimos en nuestra fantasía, cuando estamos en ella. Otras veces, en cambio, no podemos más que reconocer que la realidad supera toda ficción.

Uno de los grandes temas o fuentes de inspiración borgiano es el sueño, ese producto cotidiano de nuestra capacidad de hacer ficciones. El tratamiento que Borges hace del sueño es comparable al que hace un iniciado en la Cábala: sirve para interpretar, comprender de manera esencial la realidad que gusta escabullirse a nuestro pensamiento, o que sólo el pensamiento puede asirla en cuanto de racional o razonable tenga. El sueño atrapa y reproduce esa faceta de la realidad que hemos obviado. Esa perfección que se nos resiste ser real, que escapa a nuestra comprensión y nos parece absurda. En vigilia ya pocas cosas van siendo estimulantes, el hábito ha logrado acostumbrarnos a todo, especialmente a no sorprendernos.

Acaso, eso nos seduce de Borges, el genio que tiene para sorprender a nuestra razón. O nos muestra que la realidad en el fondo no es más que una ficción, o retrata la ficción tan verosímil que lo real aparenta ser los simples contenidos de ese sueño dirigido llamado, por el propio Borges, literatura. En todo caso, el sueño, como cualquier otro vástago de nuestra imaginación, es una especie de emancipación del conocimiento. Una protesta contra la realidad que desconocemos por haberla subestimado.

Sin embargo, contra lo que se piensa, esa habilidad de captar el lado oscuro, tanto como rico y vital, de lo real, no es exclusiva del artista. La sensibilidad que posibilita dicha percepción es la misma que posee y permite reconocer a un político las expectativas de su pueblo y los desafíos determinantes de su época. No podía ser de otra manera ya que la política media entre un pesimismo de la realidad y un optimismo del ideal. Entre un cuestionamiento de lo real y un desagravio de la ficción.

Como lo pensara Mariategui, la política se enfrenta a menudo a dos tendencias representadas por la figura de los escépticos y los autodenominados realistas. Los primeros, denuncian la irrealidad de las grandes ilusiones humanas. Los segundos, por su parte, aceptan las utopías como males necesarios: aun cuando no son reales los hombres tienen que creer en ellas como si lo fueran.

La política es pesimista en su condena del presente, pero optimista en la esperanza de cambio que tiene como futuro. De ahí que se proponga corregir la realidad, esa realidad que –para el Amauta- no es superficial sino profunda. Es la que se re-vela en las injusticias y luchas sociales, en el drama de la historia y en el afán del progreso humano. Con ayuda de la fantasía o la imaginación, accedemos a esa realidad sobre la que se han superpuesto ideologías. Teorías generales sobre la realidad, pero no la realidad misma.

Si, por ejemplo, nos resistimos a resignarnos ante la cruda y desesperanzadora realidad no es porque huyamos de ella para ocultarnos o consolarnos en un mundo paralelo pero irreal. Todo lo contrario. El deseo de transformar la realidad, social o política, es una prueba de cuan profundamente estamos arraigados en esa realidad que buscamos corregir. Incluso, aquello que nos sirve de guía para ese cambio y estimula las ansias de transformación social, esto es el mito, nace de la entraña misma de la realidad.

La complejidad de este intento, las dificultades de esta práctica emancipatoria, nos confunden tanto que llegamos a creer que la vida excede a la novela, (como en la obra de Siegfried y el profesor Canella), o que tras nuestra banal realidad una ficción más grave nos conmueve (como en el cuento Las ruinas circulares). Pero lo cierto es que una dosis de fantasía no está reñida, gracias a Dios, con la realidad. Como tampoco la ficción no es un mundo ajeno del real sino, tal vez, su producto más refinado y sutil.

En la política, la imaginación creadora es la nodriza de los ideales por los que toda una sociedad se moviliza. Ideales nacidos de la actitud crítica ante la propia realidad, y no de una impostura urdida en contra de ella. Como un cuerpo sin espíritu, como algo real pero muerto, es aquella política que suscribe alegremente las muertes de las utopías. Si la utopía muere, empieza agonizar la realidad de la cual ella surgió. El horizonte humano se proyecta de ese modo vasto pero estéril. Igual al horizonte en las que ve sepultado sus esperanzas aquel que deambula en medio de un desierto.    
    

martes, 11 de enero de 2011

PARADOJAS NAVIDEÑAS.

Una sola noticia puede revelar las paradojas y contradicciones sobre las que la sociedad precariamente se asienta. En un noticiario televisivo se mostró, días a tras, el caso de un niño pucallpino que padece la terrible leucemia. El párvulo, para costear los altísimos gastos de su enfermedad, y en medio de la pobreza familiar, confecciona tarjetas de navidad. Los ilustra con dibujos hechos por él mismo para, luego, ofertarlos al público de manera ambulatoria. El menor pedía a la población comprar sus tarjetas, en nombre de su mal, que enfrentaba con admirable tesón.

La navidad  tiene un rico significado. La historia del nacimiento que celebramos cada 25 de diciembre puede interpretarse en más de un sentido. Desde el más elevado como es aceptar que Dios está con nosotros desde entonces; hasta su sentido más simple: comprender el inmenso valor de la solidaridad que circula como pan de cada día entre los pobres.

LA NAVIDAD TRAICIONADA
La historia de Belén es el relato diario de los necesitados, que ya no sólo están recluidos en los ghettos, los barrios marginales o los bajos fondos. Cuesta difícil decirlo pero, en no pocos casos, la sociedad toda se ha convertido en un ghetto. Y en varias partes se encuentra una madre que no tiene como vérselas al momento del parto;familias hacinadas en tugurios y asentamientos que, incluso, son inhóspitos para la vida animal;huérfanos y niños anónimos que carecen del abrigo y sustento necesario desde el inicial vahído.

Los pobres de todos los pueblos son nacimientos vivientes, a la vista de cualquiera todos los días del año. Para ellos la navidad no tiene una historia sorprendente tras de sí. El estado de necesidad y el sacrificio forman parte de su “estilo” de vida. En cambio, lo que si les llama poderosamente la atención es como esa historia de pobres de Belén se ha convertido, por una suerte extraña y ridícula, en un lucrativo negocio. Otro accesorio de la insaciable maquinaria comercial.

El sistema de consumo y la ostentación hábilmente hicieron suyo una prédica que los condenaba desde el Sermón de la Montaña. Al no poder con el enemigo, (que le susurraba al oído: “¡Deja tus riquezas, dáselos a los pobres y sígueme!”), la lógica comercial adoptó la prédica como un insumo del negocio. Asimiló a la navidad con recreaciones mercantilistas, parodiando la vida dura y sublime de las pobres gentes. Papá noeles, árboles de navidad, cenas con pavo y champán, así como los regalos envueltos con el lujo de la frivolidad, todos son ornamentos de una navidad traicionada. El ritual comercial ha transformado la historia de pascua en algo banal. Hasta los pobres se han vuelto ajenos a su propia historia de navidad.

Ya no hay un sólo Belén. La Noche Buena se ha multiplicado en incontables días de desamparo. Los villancicos no son más que ecos lastimeros de niños sufrientes aquí y allá. Las manos vacías de las madres, que no tienen como alimentar a sus hijos, son pesebres vacantes. Están abandonados por los hombres y por el Dios que, acaso, ha huido avergonzado de tanta falta de humanidad.

La navidad fue hurtada a los que sólo son ricos en historia de indigencias. Y, reescrito con el arte de la opulencia, ésta historia se vende ahora a los que, como nunca antes, se sienten más empobrecidos.

LA ESPERANZA CORONADA
Quien ha caminado al caer la tarde o en las noches por el jirón de la Unión se habrá topado con un singular anciano. Tiene la barba blanca y poblada, la edad de cualquier abuelo y el semblante enternecedor de un desdichado. Se trata de un indigente de aproximadamente setenta u ochenta años de edad. Sentado en una banca, no encuentra mejor forma para ganarse la caridad pública que ofrecer la típica carcajada de un famélico Papá Noel. Su vieja lata, donde recibe la limosna, es toda su propiedad.

¿No habrá, tal vez, en el origen de los personajes navideños personas reales, como el niño enfermo o el anciano abandonado, los que han dado vida a niños Manuelitos y a viejos bonachones que la tradición ha idealizado? Que paradoja cruel sería el que la historia de los bienaventurados de la tierra se haya convertido en un instrumento más para acentuar las penalidades de su pobreza. Otra ocasión para que los privilegiados de siempre amasen fortuna con las compras navideñas, pagadas con el desconsuelo y la impotencia de los que sólo pueden compartir sus carencias.

Así, la navidad ya no es la esperanza coronada de los pobres. En su lugar, los adornos navideños que cuelgan de puertas y ventanas, las luces de bengala, la estrella de escarcha y los gorros rojos y blancos, son los nuevos signos del olvido. Toda la parafernalia navideña desplaza en importancia a los que deambulan hurgando en la basura su cena de fiesta.

El 24, a medianoche, recordamos a media voz, a todos los prójimos olvidados.  Y con esa ambigua sensación de culpa y alegría abrazamos a nuestra familia, recibiendo al Dios nuestro. El de los pobres en realidad.

lunes, 10 de enero de 2011

MODERNIDAD SIN PASADO

La Modernidad nos hace renunciar a la sombra del pasado, que busca perpetuarse en la continuidad de las costumbres y la tradición. Como lo sostenía Octavio paz, la Modernidad es una abierta ruptura con la tradición. Un lúcido esfuerzo por quebrantar el vínculo que nos une con el pasado. Sin pensar en sus consecuencias, a diario percibimos como la Modernidad clausura el pasado, haciendo del presente, por el contrario, una celebración.

En su sentido más coloquial sabemos que ser moderno significa estar a tono con lo nuevo, lo último, lo que está de moda. No faltan razones que justifiquen esta relación. Incluso, la Modernidad desaloja la moda imperante que se resiste a pasar de moda. Cuestiona lo establecido. Echa dudas sobre el mundo de vida cotidiano, que adquirió, con el paso del tiempo, el olor a reliquia, a lo viejo, a lo pasado. Lo que ya no está vigente cede su lugar a la novedad con la cual el futuro conmueve nuestro presente y lo tienta al cambio: dejar la tradición por la vanguardia. Y si acaso la vanguardia en vez de renovarse se instala en el ahora con ánimo de perpetuarse, se condena a ser superada por algo más actual. Hasta que esta actualidad se convierta a su vez en asunto del pasado y exija un nuevo cambio. Como Paz lo dijera: “la modernidad nunca es ella misma siempre es otra”. Algo así como la novedad que se cuestiona incesantemente en aras de la novedad.

Sin embargo, no es fácil dejar que el pasado siga vigente entre nosotros. Me atrevería a decir que no sólo no es fácil sino que, además, desde cierto punto de vista, no es recomendable. Ese punto de vista al que me refiero es el de la ética.  ¿No es verdad que las fuentes vivas de nuestra percepción moral son, en innumerables casos, la tradición y la cultura?. La tradición es la persistencia indefinida en el tiempo de normas y formas de comportamiento que se transmiten e imponen sin mayor justificación racional. Su validez reside en el simple hecho de ser una costumbre. Es mayor la fuerza normativa de la costumbre cuanto más antigua e inmemorial es la tradición a la que apela. No hay un autor de la tradición. Ella es el producto de una comunidad a lo largo de su historia. No es, pues, la manifestación de una voluntad particular, por el contrario. Es una creación anónima. A veces, el mito y la religión identifican sus autores y autoridades: Unos que divulgan la tradición, otros que la custodian.

En la época medieval se decía: la tradición "adquiere fuerza yendo hacia delante". Creo que aún lo sigue haciendo, con mucho más vigor. La tradición invade nuestro presente bajo la forma de esquemas o modelos éticos de comportamiento, que por su rigidez y ortodoxia, hace de los individuos, agentes de una voluntad ajena: la autoridad, la religión, los antepasados, etc. Una voluntad transmitida de generación en generación, que nos indica que debemos hacer. Al respecto, se me ocurre un ejemplo, extremo pero real.
    
La modernidad cuestiona a la tradición el haber subordinado el comportamiento ético a criterios arbitrarios e infundados. Fácilmente manipulables por algunos, los voceros de la tradición. Ser modernos significa liberarnos, en tanto agentes morales, de estos cánones de comportamiento presupuestos. Liberación o autonomía lograda por la razón, que hace prevalecer su exigencia de justificación racional de cuanto se haga o crea. Ya Kant había afirmado en relación con la Ilustración (otra forma de llamar a la modernidad), que ella es la liberación del hombre de su "culpable incapacidad de servirse de su propia razón".  Aunque parezca exagerado decirlo una minusvalía intelectual es no poder dar razón no de todo lo que hacemos (ello es imposible), pero si al menos de aquello que justifica nuestras convicciones o prácticas morales. Sucede que uno se excusa de razonar o exigir razones acerca del comportamiento ético, por no ocuparse en pensar, por creer que es menos fatigoso "prestarse" juicios u opiniones de una autoridad,  un libro,  una investidura o la propia tradición.

En la ciencia, la modernidad tiene a su mejor exponente de esa exigencia racional, libre de peculiares creencias o costumbres. No obstante, también en más de un sentido, el saber científico se ha constituido en un dogma aun más peligroso que el religioso.  Estas desmedidas pretensiones racionales de la modernidad han dado pie a que las reservas de la tradición respecto a lo que es bueno hacer para el hombre, cobren actualidad. Se proclama la vuelta a la tradición, a una ética e identidad cultural perdida, puesta entre paréntesis por el juicio crítico de la modernidad. ¿Qué es lo que está en juego?. De un lado, la universalidad de un discurso moral preocupado en indicarnos lo que es justo y racionalmente aceptable para todos los individuos, sin distinción. De otro, la reafirmación de las comunidades y tradiciones a defender su propia  identidad cultural,  sus propias valoraciones éticas orientadas hacia una forma de entender la vida buena. Si nos quedamos con la modernidad promovemos la universalidad de un discurso moral aparentemente neutral respecto a valores  y tradiciones comunitarias. Aun cuando se corre el riesgo de ser parte de una "invasión cultural", la del mundo occidental moderno, que se ha ido legitimando en nombre de esa universalidad, por cierto no infalible. Si, en cambio, asumimos la defensa de las distintas tradiciones que rivalizan ante esa universalidad, ganamos un contenido de lo que es bueno hacer para el hombre de carne y hueso.  Aquel que es diferente de otro, (pero no menos ni mejor), debido a sus diferencias raciales, culturales, etc.  Diferencias que no siempre son un estigma para el hombre, sino un punto de partida para respetar su dignidad de hombre concreto, histórico, comunitario. Claro que lo usual es hacer de esas diferencias un criterio moral al que, sin duda, siempre habrá de juzgársele relativo. Relatividad que no es buena consejera en asuntos éticos.

Este conflicto entre Modernidad y Tradición caracteriza la actual situación posmoderna. O. Paz decía también que la Modernidad es una tradición de ruptura. Curioso. La modernidad es entonces una tradición más de la que ahora gozamos sus favores y juzgamos sus desatinos. Su pasado aun le es extraño tanto como lo fue en su momento para el mundo romano su propia transitoriedad.  Sólo nuestras valoraciones éticas son un intento de escapar a este paso del tiempo. 

EL AMOR Y LA AMISTAD

¿Que sería la vida sin los amigos? La auténtica amistad es tan deseada como escasa. Madura con el paso del tiempo, al amparo de las vivencias compartidas. Se renueva y enriquece con las múltiples pruebas de lealtad, aprecio y confianza. Las vicisitudes y problemas, que anegan nuestra vida, son la ocasión para descubrir tanto el valioso tesoro de la amistad, como para desenmascarar su burda y grosera imitación.

El vocablo amigo sirve para identificar nuestros lazos sentimentales y de cercanía con los demás. Con aquellos que el trajín diario, la realización de las actividades acostumbradas o la simple necesidad de compartir, de tener compañía, transforma de distantes y extraños a próximos y prójimos. Disfrutar o necesitar de la amistad de otra persona es tan apremiante como dormir o comer. La soledad cuando no es una opción elegida (pensemos en un asceta) y, peor, cuando es angustiosamente prolongada, genera una sensación de carencia indefinible, como si todo nos faltará. Sensación de la que cualquiera, a su modo, intenta escapar. El misántropo o el dictador más vil requieren de la presencia del otro para serlo.

Pero los tiempos han cambiado, es posible ahora convivir con amigos que sabemos en el fondo que no lo son. ¿Pondríamos las manos al fuego por aquél a quien llamamos amigo sólo por una economía en el uso del lenguaje? ¿Le confiaríamos a ese amigo nuestro bienes, nuestra esposa, nuestra vida misma? Diversas son las causas que explican porque ahora toda relación con los otros ha perdido su transparencia. Lo cierto es que la amistad ya no es más otra versión del amor. Ella tiene que ver más bien con los intereses y requerimientos personales. Uno busca un amigo como quien busca ciertos favores o ventajas, facilitados por la relación con una determinada persona. No nos importa el otro por si mismo sino en la medida en que representa una puerta abierta en nuestro tránsito hacia el éxito o la prosperidad.

Entre nosotros, el amor y la amistad están separados. Lo que no sucedía en la antigüedad, por ejemplo en Grecia. Los atenienses de la época de Sócrates utilizaban la palabra "filia" para designar el amor en un sentido amplio: el amor de padres a hijos, el que es propio de la amistad e, incluso, el que nace entre dos enamorados. De otra parte, reservaban el término "eros" para designar especialmente al amor sexual.

Platón, en su obra Lisis, se pregunta por boca de Sócrates: "¿Quién es el amigo, el que ama o el que es amado?". La cuestión no es sencilla de resolver porque llamamos amigo tanto a la persona que quiere como a la persona que es querida. Pero en la práctica vemos que la amistad puede no ser correspondida y, más aun, aunque excepcionalmente, uno puede llegar amar como amigo a quien a veces le odia. Sucede que en estos casos sólo uno de los involucrados en esa relación toma la amistad en serio, como una forma de expresar amor. El otro concibe la amistad en un sentido distinto.

El problema se duplica cuando nos preguntamos sobre el sentido del amor que involucra la amistad. Siguiendo el razonamiento de Platón diríamos que el amor "es desear que la persona amada sea lo más feliz posible". Pero es difícil creer que esta definición tenga aun vigencia. Es un buen deseo, sino una ingenuidad, pensar que el ser humano no es por naturaleza egoísta. ¿Acaso la economía globalizada no trabaja con este supuesto tan reprochable como realista? Se nos alienta a ser competidores rivales en una sociedad convertida en un gran mercado, donde todo ha pasado a ser una mercancía sujeta a la ley de la oferta y la demanda. Hasta el amor puede ser comprado, alquilado u ofertado. Y mucho más la amistad, es decir, la lealtad y la ayuda condicionada, por la que hay que pagar un precio deshonroso.

La amistad se fundamenta en la necesidad. No obstante, esta necesidad no es de índole material o económica. Uno no hace un amigo para maximizar intereses y minimizar costos. Una lógica de ese tipo vicia el significado de la amistad. La hace espuria, apócrifa. La lealtad de alguien que compra la conciencia de una persona se debilita sin el incentivo del soborno o del interés que esté de por medio. Hasta puede ser perversa la venganza de quien fue obligado a hacer para otro lo que en verdad no sentía. Aquel que fuerza una amistad sabe que no puede haber confianza. El que la "compra", es consciente, si no se engaña, de que ese vínculo "amical", a pesar de la mayor presión o manipulación que se ejerza, es tan precario como un castillo de naipes. Una amistad obligada es en realidad un contrasentido. En apariencia se tiene de lado a otro que, si fuera libre, nos rechazaría.

La amistad surge de la necesidad de compartir libre y voluntariamente algo con otro. Otro en el cual uno mismo se vea reflejado, con sus infinitas virtudes y carencias. Es la necesidad de reciprocar sentimientos, ideas, sueños y pesares que sólo la presencia del otro nos permite compartir, realizar, superar o ahogar. Esta necesidad del otro por el otro es el vínculo que la amistad crea. Vínculo, que si no fuera por el descrédito que van teniendo las palabras y los sentimientos nobles, deberíamos aun llamarlo amor.

Creo que Platón tenía razón cuando contaba que el amor era una búsqueda vaga, inconsciente pero necesaria de aquello que nos falta. Esa otra mitad que los dioses, por celos, separaron de nosotros para crear otro ser humano a quien en vida, y quizás después de la muerte, buscamos insistentemente, ya sea en la forma de un amigo o de una amada, para recuperar así aquella unidad pérdida.