miércoles, 18 de enero de 2012

ERRORES IRREFUTABLES

ERRORES IRREFUTABLES

CARLOS CASTILLO RAFAEL


Por estos días la muerte dejó de ser un desenlace atemorizante, convirtiéndose en una opción ambicionada. El trance fúnebre se libró de la tiranía de las Parcas para doblegarse a los vaivenes de la pasión y a la osadía de la razón. Los múltiples suicidios, que la prensa sensacionalista hizo escarnio entre nosotros, insinúan ritos expiatorios de una elección lúcida y codiciosa. No actos fallidos forjados por lúgubres desvaríos. Varios conciudadanos, de forma brusca, reconquistaron la muerte, la cotidianidad de su acontecer. Quizá ante la sospecha de que la vida es ingobernable o que el poder para gobernarla les fue arrebatado.

Si en verdad morir es sólo un tránsito, la atención debiera recaer no hacia dónde se va, como tampoco qué se abandona. Ese tránsito, los actos preparatorios que conjuran la propia muerte, es todo lo que cuenta. Porque se trata de una gesta extraña, dolorosa pero no menos digna de quienes, consecuentes con su suerte perecedera, no la rehuyeron ni guardaron su entrada de súbito. Unánimemente la eligieron.

Elección de la que se debe valorar al sujeto comprometido con ella. Y es que en ese sólo acto postrero y sin ambages, urgido por el rasgo controversial de lo elegido, el suicida reclama decididamente un derecho que le fue mezquinado. A veces, toda una historia personal, vergonzante y anodina, se purga con un único esfuerzo que resume lo mejor de uno: Abrazarse intensamente a la vida y conducirla resuelta hasta su fin. Defensa airada del derecho a morir a cambio de los innumerables derechos a vivir escamoteados.

Por otro lado, agenciar la muerte es una cruel interpelación a la insulsa vida de quienes se intimidan no por el suicidio, si no por esas insólitas ganas de morir. Ganas ubérrimas, de las que a menudo están faltos hasta los mismos sobrevivientes, en cuyos semblantes se reconocen las heridas del desgano y la apatía. Pocos son los que se enfrentan, en un ajuste de cuentas, a esa agonía diaria de la que todos saben bastante, excepto como redimirla. Acaso quien apura su muerte sólo es culpable de ser más honesto que los que lo lloran.

Goethe decía que la muerte es un artificio para poseer más vida. No es la pena ni el infortunio lo que mueve a un ser humano a coquetear con la devastación absoluta. No es por detestar la vida, más bien por amarla con frenesí, que el suicida no tolera el dolor apenas mitigado por la muerte. Siempre sucede que la vida luce más deseable en los momentos en que la posibilidad de perderla es muy grande. Recuérdese si no la lucha esforzada cuando se está enfermo, acechado por el enemigo o molido por los problemas. Lo trágico del suicidio es descubrir el tono de vida en el espejo opaco y raído de la muerte.

La muerte elegida asemeja una boya en medio de un mar asaltado por tormentas y revueltas. Cuando no reducido y aquietado en la cuenca vacía de la existencia. Quien corre tras el ocaso de su vida lo hace apelando a todas las fuerzas que se liberaron con el primer llanto al nacer. Porque a la muerte se la quiere con toda la vida o no se la quiere. De ahí la convicción casi sonambulesca, la frialdad paralizante y la serenidad conmovedora de los que con diligencia se preparan a morir.

No hay pues cobardía en el suicida. Acaso una debilidad fascinante por hacerse de la vida de cualquier modo. El que se ciñe a la muerte lo hace alentado por una voluntad de vivir que los contratiempos agobian, o casi siempre sepultan. De un tiro el suicida renuncia a esos contratiempos, mas no a lo que subyace, esa voluntad de vida. Visto así, el suicidio es un mal entendido entre la pasión por vivir y su padecimiento. Es un error irrefutable.




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