martes, 24 de enero de 2012

LA ESPIRITUALIDAD EN CRISIS

TÍTULO  : LA ESPIRITUALIDAD EN CRISIS

AUTOR  :  CARLOS CASTILLO RAFAEL


   ¿ Qué ha conducido a una desvalorización de los valores morales?  La vida buena ha dejado de ser buena en sentido moral. Es buena desde el punto de vista del provecho económico, del bienestar o de la realización personal, etc., es decir, desde cualquier perspectiva menos el de la ética. En sus aspectos fundamentales nos hemos desengañado del éxito del modo de vida perseguido con fines morales. Con las anteojeras que la sociedad moderna  nos provee, con su incesante martilleo de la eficiencia y la excelencia, del marketing y la publicidad, nos ha parecido ingenuo emplear una medida ética del valor para medir el sentido y las prioridades de la vida.

   Ante preguntas de qué queremos para nosotros o qué papel nos toca cumplir en la sociedad nos basta, para no encogernos de hombros, seguir la corriente de opinión actual. No hay interés de saber si nuestras acciones se remiten a una determinado valor que las inspira. El nuevo valor que trae la moda contemporánea  es reconocido por todos aún cuando la mayoría desconozca cuáles son las cláusulas de esa filiación. Es un valor que difícilmente es compatible con algún otro que no sea de su misma naturaleza.  Por ejemplo, no es posible ser un competidor en el mercado y ofrecer al prójimo la otra mejilla. Y es que en este como en muchos casos las expectativas de los individuos se reducen a las expectativas del mercado. Convirtiéndose paulatinamente la valoración ética en un mero análisis de costo-beneficio.

   Esta reducción de las prioridades de la vida nos plantea un re-examen de las verdaderas fuentes de satisfacción o bienestar que esperamos de la vida buena. Cuando caemos bajo la seducción del éxito individual o personal el sentido de nosotros mismos, que habíamos descubierto siguiendo pautas morales, varía. Cambia no sólo las expectativas cifradas en la propia vida, además, se modifica la forma de entender el bien. Es realmente difícil ir contra corriente, ver más allá del éxito y acceder a un sentido más amplio de lo que es bueno y deseable en la vida.
   Ahora elegimos los valores morales o sus contenidos, en vez de que ellos nos sirvan de pauta para elegir, como sucedía en las sociedades tradicionales o pre-modernas. Pero incluso esta elección de los valores no es del todo gratuita. Es la consecuencia de las preferencias del sentido común inmerso en una cultura. Al seguir gustosos el modo de vida moderno también se están poniendo en juego valores y prioridades que nos llevan a dar ese paso. El problema es que casi nunca reconocemos ese horizonte mayor de propósitos o creencias que se hallan a la base de nuestras decisiones. Todo lo contrario. Tratamos de darle la espalda, oponiendo nuestra exigencia a ser libres de todo. Incluso, de una identidad moral que la comunidad  ya ha puesto en nosotros.

   La libertad se convierte en el valor indispensable para que cualquiera viva según su escala de valores, poniendo entre paréntesis el legado de la tradición y evitando pronunciarse o emitir un juicio de valor sobre las distintas formas de entender la vida buena. Sin embargo, sucede que, a veces, uno no es  quien elige  sino, por nuestro intermedio, lo hace el sistema o el orden establecido, depositaria de la cultura del consumo o de los medios de comunicación de masas. El mayor problema, entonces,  no es  sólo defender la tradición o la identidad moral de la comunidad, sino, también,  la aparente imposibilidad de cuestionar formas de vida que legitiman lo que llamaría la perdida  de espiritualidad.

   No hay una pérdida de escala valores, más bien ella ha aumentado dando cabida a cualquier valoración, incluso,  las más banales. Se valora la apariencia física, el status profesional, o la solvencia económica. Relegando la inteligencia o la preocupación por los problemas sociales. Carece de una estrategia de publicidad el interés por la vida pública. No hay marketing que promocione  la práctica de las virtudes sociales. Y lo peor de todo, no hay  nada que obligue a prestarles atención.  El hombre quiere ser más individuo y menos parte de los problemas de los otros o de su comunidad. Se satisface respirando el aire de su entorno privado y clausurando las puertas donde los demás miembros de la sociedad aguardan ser reconocidos. Paulatinamente ha ido desapareciendo el compromiso de reflexionar sobre el valor que tiene una escala de valores respecto a otras, pues la prédica oficial es que todas ellas valen lo mismo, o sea, casi nada.

   La aparente imposibilidad de disentir con la escala de valores de la vida  moderna se explica porque ella no es única, son muchas. Tantas que de una u otra  manera  nuestras prácticas o convicciones morales son deudoras de todas ellas. Hemos superado el malestar que suponía la lealtad a una versión de la ética siendo leales con el principio de no comprometernos seriamente con ninguna. Asimismo, hemos hecho de esta confusión de horizontes morales  una justificación para ser neutrales con todas ellas en  el ámbito público. Mientras que en nuestro mundo privado nos valemos de todos a nuestro gusto. En vez de esta “tibia” práctica moral que nos compromete a nada o a muy poco hay que vincular nuestros valores con un sentido de la vida más pleno. Hay que contextualizar al individuo en el seno de la comunidad. Exigirle se pronuncie porqué sigue los valores de la comunidad o porqué usa a la comunidad para ir en pos de sus propias preferencias.

   ¿En nombre de qué exigir todo esto, se nos preguntará?.  El primer síntoma de la crisis de la espiritualidad es la creencia de que no es posible argumentar en defensa de una escala de valores determinados sin incurrir en vicios de argumentación.  Pero ese es más un perjuicio moral que una deducción teórica. Otra es la pregunta a responder ¿De qué pérdida de valores hablemos si es que no echamos de menos a unos reconocidos por todos nosotros aun cuando sólo sea vagamente, como la conciencia que juzga al interior de uno?. El caldo de cultivo de la pérdida de valores es la neutralidad aparente ante el conflicto de distintas versiones sobre la vida buena. La aceptación de la pluralidad y la diferencia  de tradiciones éticas no supone necesariamente su no cuestionamiento ni la falta de compromiso, que teme pecar de intolerante o relativa. Sobre esta relatividad debemos pensar. Ante esta tibieza debemos arremeter.      

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