TÍTULO: EL LIBRO, LA ESCRITURA Y EL OLVIDO
AUTOR: CARLOS CASTILLO RAFAEL
La lectura de cualquier libro nos da que pensar, es un peregrinaje hacia el fondo más recóndito de lo que somos, tras la pista de las páginas que se abren, a plena luz del día, consumado nuestra vida. Es una vieja metáfora referirse al ser humano como un libro que desdobla sus páginas, unas tras otras, con el transcurrir del tiempo.
Antes de iniciar su poema, uno de los más extensos, titulado “El Libro”, Ruben Darío transcribe la siguiente cita: “Dios creo al hombre a su imagen y semejanza; y para que así fuera, lo hizo creador como El. La creación del hombre es el libro; el libro está hecho a imagen y semejanza del hombre; el libro tiene vida; el libro es un ser”.
Feliz o desgraciadamente, la insatisfacción del ser humano no tiene término. Específicamente, su sed inquebrantable de saber no conoce frontera. A propósito resulta esclarecedor la anécdota que Jorge Basadre cuenta en sus “Recuerdos de un Bibliotecario Peruano”. Su primer recuerdo de la Biblioteca Nacional data de 1914 a 1915, cuando fue a leer ahí, ávido de aprender de los libros. Sin embargo, fue rechazado “por no tener la edad mínima necesaria para ostentar ese privilegio”. Muchos años después, cuando llega a ser Director de la Biblioteca Nacional, establecerá, en 1947, un departamento para niños en la Biblioteca. La pasión por la lectura tiene en esta historia su mejor ejemplo.
De entre las cosas humanas el libro es el mismo en esencia, siempre que conserve integra su forma original. No esconde, ni mezquina, las verdades que contiene. No es más propicia o menos favorable para un lector u otro. No cambia con el paso del tiempo, ni las horas intempestivas. Se entrega a todos con la humildad de alguien que no se vale de sí mismo, que requiere del lector para que su existencia tenga sentido. No se queja ni exige. No demora en presentarnos su verdad y es, mas bien, generoso por soportar nuestra indiferencia, nuestro poco cuidado y, a veces, nuestra sin razón.
LOS AMORES DEL LIBRO
Para cultivar los amores del libro no se requiere del uso especial de algún sentido. Basta el oído y el roce de unos dedos. La vista también. Pero hasta el ciego puede beneficiarse con su tesoro. El libro se va muriendo al final de cada lectura para volver a renacer a los ojos de otro lector. Es una forma de vivir consumándose. Algo así como sucede con una vela, que para alumbrarse a sí misma, su agónica duración, se consume en su propia cera que hace posible la luz.
La enfermedad del libro es la intolerancia de los lectores que la vuelven un objeto de decoración. Otra enfermedad crónica es un lector desaprensivo, que no sintoniza con la pasión del texto escrito. Que le da la espalda al saber atesorado en el libro y sólo celebra el encuadernamiento, su valor instrumental o decorativo. En el mundo del consumo y la lógica comercial, el libro es otra de las tantas mercancías. Su valor económico disiente de su valor real, Acaso por ello tal vez, en la actualidad, “es más fácil quedarse con un libro que con su contenido”.
Abraham Valdelomar bajo el título “Con la argelina al viento” recopiló varios artículos aparecidos en El Diario. Uno titulado “La Biblioteca de la Escuela” dice así: Los libros son los emisarios de todos los tiempos y de todas las razas. La biblioteca es un congreso mudo de condenados ilustres, en el que se pintan los autores para siempre. En esta composición Valdelomar describe la biblioteca de su escuela como un santuario militar, donde casi todos los libros son guerreros y donde triunfa como, en Lepanto don Miguel de Cervantes.
“Emisario de todos los tiempos y de todas las razas” no hay mejor descripción para el libro. Voltaire decía que todo el mundo civilizado se gobierna por unos cuantos libros: La Biblia, el Corán, los Vedas, las Obras de Confucio y Zoroastro, y otros relativos a la medicina y al derecho. Por su parte, Manuel Gonzales Prada en sus Nuevas Páginas Libres cita a Goethe “para saber algo es preciso saberlo todo”. Pero ¿Saberlo todo es leerlo todo?.
El propio Gonzales Prada, a pesar de su espíritu vanguardista, tenía sus reservas. Ante la cuestión de si todos los autores y todos los pueblos encierran algo memorable en los escritos conservados para la historia, el orador brillante del Politeama replica: “Todos estos pueblos locuaces, pueblos en que la imbecilidad verbosa sirve de síntoma característico, deben aprender de la naturaleza que mueve mundos y transforma continentes haciendo menos ruido que un orador de parlamento sudamericano”.
Siempre habrá que juzgar como una vanidad reprochable lo que Alejandro de Macedonia y Ahmed-ben-Alí-Cumi, hicieron. Construir, respectivamente, una preciosa caja para guardar la Iliada, y, el Mihrab de Córdoba, para guardar como en su estuche el Alcorán, que había pertenecido al califa Omar. Lo más valioso es lo que el libro nos deja, su mensaje. Alorcán quiere decir La Lectura. Aquella que ni la mejor mezquita podrá asimilar y conservar sino es en la mente y el corazón de aquel que realiza su significado, quien la lee.
Plineo el joven nos dejó una sentencia aún comentada: No hay libro tan malo que no tenga algo que enseñarnos. Pero ¿Cuál es ese libro, no el menos malo, sino el mejor?. Valdelomar, pensaba que a veces uno tiene la sensación que el libro que lee, en realidad, lo lee a uno mismo. ¿Cuál libro es ese que tiene el poder de producir en cualquier mortal tal sensación de reflejarse en sus páginas?. Ante esta incógnita no nos queda otra cosa que volver al verso de Dario: “El Libro esta hecho a imagen y semejanza del hombre”.
LA ESCRITURA Y EL OLVIDO
La escritura es un fallido intento de eternizar por medio de las letras lo que de otra manera caería preso del olvido. Como una revuelta contra el más cruel de los vástagos del tiempo, el hombre cree haber encontrado en las letras un antídoto contra el olvido. Pero se engaña en su inocente gesta, pues las palabras escritas son un simple recordatorio de aquellas cosas sobre las que versa la escritura. El lenguaje escrito, por si mismo, es mudo testigo de una idea que le dio vida y que yace sepultado bajo la tinta, amortajada por el papel.
Para que retorne el alma de lo escrito a la presencia del lector requiere que éste la invoque. Que desde fuera de la escritura la haga inteligible, haciendo hablar a las palabras, forzándolas a dar razón de sí mismas. La escritura es como el cuerpo inerte que sólo por un tiempo conserva aquello que alienta a la Phone. Mientras la conserva tiene vida. Las palabras dicen algo y no son silenciosas esfinges que condenan a los mortales con su misterio, como lo hacen los jeroglíficos que adornan las paredes interiores de las pirámides.
El lector es una especie de hierofante que exorciza las letras. Que hurga en la escritura el conocimiento indeleble que le prodigó su autor. El libro deviene en sarcófago donde el dios del saber espera ser revelado, compartido y asimilado. Para el lector el conocimiento, que sopla entre las páginas de cualquier escrito, es su bien mayor, su musa liberadora. El ángel que lo guarda del oscarantismo, la barbarie y ese poder malsano llamado ignorancia. Aunque lo deseable sería no entregar a ese dios, epígono de Prometeo (el inventor de la escritura), al desierto de las páginas donde, paradójicamente, casi siempre termina olvidado.
Más bien habría que colocarlo en un santuario más digno. Donde ya no sea un simple fetiche ni un objeto de culto, sino un dios vivo. Que ofrece su mensaje ininterrumpidamente. Y ese lugar sagrado no puede ser otro que el alma de quien tiene disposición de aprender. Sólo así la lectura se convierte en un peregrinaje hacia el fondo más recóndito de lo que somos, tras la pista de las páginas que se abren, a plena luz del día, recapitulando y quitándole levedad a nuestra vida.
Conócete a ti mismo”, tal era el exordio que hacia Sócrates a los atenienses. Mandato que los griegos conocían como uno de los viejos preceptos inscritos en las paredes del templo de Apolo, dios del conocimiento, en Defos. Los griegos rememoraban ese mandato con una mezcla de fiesta del pensamiento y misterios eleusinos.
Sin embargo, ya en los tiempos de Sócrates el conocimiento de sí mismo fue desdeñado. Ya no se conmemoraba la verdad de dios ausente, pues importaba más los dioses de mármol, aquellos que sólo viven en la presente de algunos monumentos que empiezan a tomar el olor a reliquia. Por ello, a pesar que una de sus islas, Delos, significa: la “manifiesto, lo que emite luz” los griegos coetáneos de Sócrates serán arrastrados por el lenguaje convincente, la retórica vana, adicta al poder, proclive a las sombras del error.
Imperdonable debilidad, sellado con la muerte de aquel que nunca escribió nada, porque aseguraba no tener nada digno que comunicar. Y es que como lo dijera Nietzche: “Uno ya no ama su conocimiento tan pronto como lo ha comunicado”.
Únicamente en diálogo consigo mismo, en posesión de la idea (eidos) que aflora y se esconde como una raíz bajo las páginas de todo escrito, cada cual aprende más de sí mismo. Encuentra la misma ciencia, que se asienta en el pasado, en la memoria de los pueblos como un discurso que va circulando de boca en boca, y que oídas se aprende.
Se trata de un conocimiento inicial, previo a toda letra, a todo escrito. Cuya verdad, velaba en el pasado, donde encuentra su sentido y justificación, es inteligible para el oído adiestrado del aprendiz, quien recibe la revelación de boca del maestro, el más antiguo del clan. El “sabe la verdad” porque la oyó de labios de otro que fue testigo de ella in illo tempore. La historia no es más que una apropiación de la memoria, un repaso de remembranzas.
Consciente de la inevitabilidad del olvido, de la precariedad de la memoria, el ser humano inventó las letras en un esfuerzo desmesurado por escapar a la fugacidad del tiempo. Temió sucumbir por el paso de los años, en el ostracismo para el que la historia no tiene memoria. La escritura es un baluarte de la memoria, pero delata que el hombre perdió la confianza en el tiempo. Ya no lo ve encaminado como un eterno regreso al inicio de los tiempos. Lo presiente, más bien, desbocado. Como un alejamiento irreversible que acabará por doblegar la memoria del pasado bajo la tiranía del instante. De la agonizante temporalidad.
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